Nacido el 25 de agosto de 1932 en la ciudad de Bonpland, Luis Rey Silva adquirió el apodo de “Pinocho” en sus primeros años de vida. Solía aclarar que aquel mote no remitía a la condición de del hijo de Geppetto en la afamada novela de Carlo Collodi, sino que obedecía a que su padre, al igual que el de aquel, también era carpintero.
Pero su padre, además de carpintero era acordeonista. Y su madre, europea que llegó a Misiones siendo niña, solía ejecutar la bandónica.
Esa influencia familiar fue forjando el oído del pequeño Luis, y desarrollando su apego por el acordeón. A los trece años, “Pinocho” ya compartía largas musiqueadas con su padre y sus hermanos. Por aquella época, se escapó de la casa buscando otros rumbos. Primero fue a Corrientes. Después volvió a Posadas, para partir un par de años más tarde, rumbo a Buenos Aires. Allí terminó viviendo quince años, lapso en el cual desarrolló una carrera artística que lo llevó a tocar con músicos de la talla de Isaco Abitbol, Ernesto Montiel, Los Hermanos Sena y Raul Barboza, entre otros.
“Al principio comencé tocando polcas, valses, tangos, esas cosas. Papá, que fue mi gran maestro, no me dejaba tocar chamamé. Pero a mí era lo que más me gustaba. Y gracias a Dios, tuve la suerte de aprender muchísimo con grandes como Isaco o Montiel” decía “Pinocho”, quien ya en sus años de adultez, supo ganarse otro alias: el “Monarca del Acordeón”.
Luis Rey Silva también fue un gran compositor. En palabras de su sobrina y cantante, Elida Catalina Rosa Prisca: “tiene muchas canciones escritas. La que más se destaca es la que escribió para su madre Irene Butoff. También compuso una para el Doctor Cesino, otra para su esposa, Agustina Avalos, y humildemente, una para mí”.
Durante su larga estadía en Buenos Aires, “Pinocho” trabajó como carnicero, y por las noches vivió desde su trajinar de músico, la bohemia de las milongas, las fondas y las peñas interminables, entablando amistad con artistas y personajes de la noche porteña.
Ya en su última etapa bonaerense, antes de emprender la vuelta al pago (en 1967), regenteó en la localidad de Burzaco, un local bailable que según él mismo, era “una pista de morondanga”.
La pérdida de la falange de un dedo en un accidente doméstico, no fue impedimento alguno para que “Pinocho” siguiera tocando su acordeón hasta el último día de su vida.
“Dueño de una gran sonrisa y sentimiento musiquero, deja hoy al barrio San Lucas con sus calles tristes. Calles, que eran un trayecto casi obligado para llegar a su casa y escucharlo adornar su patio, colmado de flores y plantas bien cuidadas por Agustina, que con amor las cuido como a él. Una ermita de la Virgen de Itatí bendice este hogar a quien él le regaló miles de serenatas. De memoria de acero, pícaro, hombre sencillo pero elegante; lucía siempre sus lentes oscuros, que irradiaban ese sol que tenía todo su ser” evocó Elida Prisca al enterarse de su partida.
“El chamamé nunca morirá” llegó a decir “Pinocho” Silva en una de sus últimas entrevistas. Seguramente aquel anhelo, será también el destino de su valioso legado.